Cuentan las crónicas, que allá por el 600 a.C., los chinos bajaban hielo de las montañas para conservar los alimentos. Sus porteadores dormían en establos que encontraban por el camino y preparaban infusiones que se congelaban durante la noche y, al amanecer, las fundían con leche de cabra recién ordeñada. La receta acabó llegando a la corte del Emperador Tang, de la dinastía Shang, donde se perfeccionó con frutas exóticas y refinadas, que la convirtieron en un manjar para potentados. En Persia, el verdadero helado, solo al alcance de la realeza, era una especie de flan hecho con agua de rosas y cabello de ángel, que se servía lo más frío posible. El salto al Mediterráneo fue instantáneo, en la antigua Grecia, el médico Hipócrates, recomendaba consumir helados preparados con leche y jugo de frutas pues los consideraba perfectos para “revivir los humores corporales”. En las crónicas culinarias del Imperio Romano se habla de helados de fruta endulzados con miel y, en ocasiones, aderezados con vino y licores. Fue en el SXIII, cuando Marco Polo regresó de Oriente con varias recetas de postres helados en la maleta cuando en Italia comenzó la férrea tradición heladera que perdura hasta nuestros días. En Italia no perdieron el tiempo y cuando en el SXVI se descubrió el nitrato de etilo que mezclado con nieve producía temperaturas muy bajas, ya tenían unas deliciosas recetas de helado que Catalina de Médici se llevó a Francia cuando contrajo matrimonio con Enrique II.